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Mostrando entradas de febrero, 2017

Si tú no fueras tan yo XXXI. Ultimísima entrega.

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Desde hace seis meses él no aparece tras la niebla del espejo.  Me llevaron a especialistas. Decían que hablaba solo, que tenía un problema.  La cama donde estoy ahora es metálica, fría, terrorífica. Tengo las manos atadas.  Un hombre famélico y amargado entra en la habitación. Se acerca, lleva implantes mal disimulados en el pelo, mira el suero de un gotero conectado a una vena de mi brazo ¿será suero? ¿Dónde estoy?  ¿No recuerdas nada?  Mi cara de gilipollas hace que el hombre misterioso siga hablando.  Te trajeron hace meses. Estás aquí para curar tus problemas.  ¿Problemas? Extrae de los pies de la cama una carpeta. En la solapa de su bata blanca lleva una placa indentificativa que reza: Tu trabajo.  Hojea folios garabateados. Gráficos irregulares.  Según esto tu cabeza no anda muy bien. Has recaído. Te recogieron de la calle, por lo visto hablabas solo, los viandantes se asustaron y llamaron a la policía. Tienes que estar tranquil

Pero aquí estás.

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Después de trece años vuelvo a la primera cena a la que fui con ella.  El restaurante se ha vuelto francés, tardío, libertino.  Sin embargo ella no ha cambiado nada sigue siendo una chica inocente  que huele la comida con una sonrisa baila entre plato y plato degusta los sabores exóticos  y me ofrece su mano justo antes de llevarse el vaso a la boca.  Yo soy el que ha cambiado más alcohólico, más fracasado encerrado en una cárcel de papel las arrugas denotan cargas lamentables ya no me río tanto ni hago en exceso el payaso llego siempre tarde a las citas literarias para con ella.  Disimulo para que mis taras no se noten mucho tal vez con esta pose de pícaro vencido pueda enamorarla como hace años.  Lo que más cuesta del amor es volver a besar con la misma ternura unos labios pretéritos que causaron herida.  Yo te enseñé la cara amarga de la vida el cansancio de las tardes obsoletas una ciudad que anhela tus pasos un ara

El diablo (y II).

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Ella tenía el pelo color gris lívido, igual que el cielo de una mañana de tormenta, aunque no siempre fue así. Las manos temblorosas, la piel apergaminada, como el papel de las cartas de amor que nunca recibió. En casa vestía batas antiguas, coloridas, que ahora se pudren en el armario de una casa vacía. Ya en la calle lucía blusas elegantes, faldas recatadas. Olía a iglesia y a perfumes barrocos del siglo pasado. Le gustaba bailar y salir a tomar un par de vinos, o quizá tres, cocinar platos calientes para multitudes, juntar baratijas extranjeras sobre la mesa del salón, salir conmigo al parque que había cerca de casa para darle de comer a los patos. Me quería. Me quería mucho, tanto que su mayor deseo era verme convertido en sacerdote. Mi abuela era así, temerosa de truenos, de batallas, de Dios. Alegremente pintada hasta para ir a comprar el pan. Pasó casi toda su vida aguantando a un hombre inaguantable, remendando ropa usada, callando lo que no debía. Los últimos siete años