La revolución de los corrientes.



David se levanta lleno de legañas a las 6 de la mañana. Desayuno, ducha rápida, beso a la mujer. Sale de su casa y andando, con frío o calor se dirige a su trabajo. Intenta ser puntual, disciplinado. David trabaja para una gran compañía que no valora su esfuerzo, aguanta a un jefe mediocre y patético, puesto en un despacho por ser hijo o sobrino de tal. David dice a todo que sí, finge un bienestar laboral que no tiene, no alza la voz, no le pagan las horas extra. De vuelta en casa, a veces a las 2 de la tarde, a veces a las 4, David conecta las noticias. En la tele salen unos trabajadores en huelga, que ganan en un mes lo que él en un año, voceando frases prefabricadas como "Ni un paso atrás", para exigir al gobierno unas condiciones laborales óptimas, digamos perfectas. Se le atraganta la comida. Frustración, remordimiento, puño apretado. La comida pasa por su esófago al igual que sus palabras, que nunca saldrán más allá de su boca. Él no es de manifestaciones, ni de slogan, ni de puño en alto, ni de gritos, ni de egoísmo, David, como la gente corriente, lo único que hace es trabajar, trabajar y callar envuelto en una rutina asfixiante. 
El niño corre por el salón y levanta a David de la rabia del telediario. Pobrecillo, piensa, él nunca sabrá lo que es el arribismo, lo poco que consiga le costará demasiado, es hijo de un cualquiera, de un don nadie, nació en la familia equivocada. No corras, dice la madre, deja a tu padre comer a gusto. Por cierto, fui a echar el curriculum a la tienda esa que puso el cartel, me han dicho que ya me llamarán. ¿Cuántas veces habrán oído y pronunciado esa frase? No hay que perder la esperanza. Consuelo tantas veces pronunciado que no vale para nada. De fondo continua el ruido de la tele, sindicatos y patronal. 
La tarde no regala siesta ni juegos a la luz ambarina del otoño, sino más horas extra, esta vez sí, pagadas pero escasas y a destiempo, en un bar del extrarradio. El jefe llamó, hay partido de Champions, me quedaré hasta tarde. Cerveza derramada, gritos, banderas, desprecio. De camino a casa el cansancio le hace pensar en una revolución, una revolución de gente corriente, como él, esos trabajadores que callan y cotizan por míseros sueldos, que viven con el miedo al despido, que luchan en una batalla con olor a sangre y derrota. Recuerda las noticias. Prejubilación, real decreto, huelga. Quizá, se cuestiona, debajo de la máscara de Guy Fawkes hay sueldos con demasiados ceros. 
El hijo de David ya duerme cuando él llega a casa. Después de arroparlo le da un beso en la frente. Su mujer espera para cenar. No me han llamado para ningún curro. Un dolor de fin de jornada sube por la espalda. Pronto será domingo. ¿Sabes? Venía pensando en que si la gente común, como tú y como yo, la gente que trabaja una barbaridad, la que está en el paro, nos uniéramos, conseguiríamos grandes cosas. Anda, calla, vamos a la cama que mañana hay que madrugar, tengo que ir la entrevista de trabajo que te comenté, esa de auxiliar de exposición. Lo digo en serio, podría ser la revolución de la gente corriente, los que estamos hartos de currar, los olvidados, los que levantamos este puto país. David, no me estás haciendo ni caso. Discusión, enfado, malas caras. La aguja del despertador marca el número seis. El botón ya está preparado para su puntual navajazo. David sueña con su pequeño levantamiento, ve a su jefe pateado por las zapatillas desgastadas de los mediocres. El sistema ardiendo en fuegos de artificio con la letra V. Mañana será otro día, muy parecido a hoy. 

       Marcos H. Herrero. 

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