De recuerdos y despedidas.





Son las 8 de la mañana y huele a tierra mojada. El cielo tiene la cara sucia, triste, como aguantando un llanto de tormenta. Desayuno lo de siempre, té y cacao con grumos, en la ducha mi mente ya empieza a barruntar la derrota. Hoy puede ser un gran día. Salgo de casa con sonrisa radiante, saludo en el ascensor al vecino somnoliento que sale a pasear con su chihuahua gritón en brazos. Muy buenos días tenga usted. Y el perro enano con cara de a este le pasa algo. Soy yo el que abre la puerta del portal cediéndoles el paso a la mañana nublada. 

En la calle un chirimiri ablanda mi gomina chulesca, mi camisa blanca con ribetes rojos de las grandes ocasiones. El reloj corre endemoniado, la arena se desliza veloz hacia el depósito triangular de abajo, llenándolo de sequedad, produciendo un retraso en mi cita con la derrota. Abandono esta ciudad, ya de mediodía, demasiado pequeña para albergar semejante fracaso. 

Desde Guadarrama se ve la nieve que aún guarda las montañas, el frío que baja de ellas es tenue, extemporáneo, evoca el primer día que confundido pasé por aquí. Sería un invierno tardío de carretera congelada, todo era blanco y resbaladizo, ese día ¿recuerdas? Fabriqué unas décimas al invierno:

La nieve es una fría mañana 
que embellece cualquier postal,
blanca corriente golpea la ventana,
gotas derretidas en el umbral. 


Después me corté una vena, poniendo rojo sobre el blanco de la nieve. Creo que hoy va a ser un día de recuerdos y despedidas. 

Antes de entrar en Madrid un día laboral y a estas horas, el viajero ha de soportar un atasco, o quizá dos, tan eternos como los movimientos de un ciempiés. Una vez superada la aglomeración toca aparcar, más difícil que nunca hoy, día de partido, de partido importante, o qué cree el lector a qué hemos venido. Humo, choques, policía, prisas, segunda fila, pitidos, asfalto, intermitentes y por fin pongo el pie en una acera gris de Madrid. Madrid de mis amores, casa de acogida de todos los colores. Tu mestizaje siempre recibe con los brazos abiertos. De camino al estadio hacemos parada en todos los bares. Mira, Aquí nos encontramos con unas abuelas, creo que escribiste algo sobre ellas, ¡ah, sí! Sombras en el balcón:

Empezamos en un Madrid castizo
lleno de paseo y abuelitas rezanderas,
con la alegría de un mordisco rojizo
y la intención de dormir en gasolineras. 

La cerveza se derrama en la barra de las tabernas que lindan con el Manzanares, río culebrero y dominical que una vez quisimos atravesar sin pisar un puente. Vendedores clandestinos ofrecen brebajes entre el tumulto, se empiezan a escuchar los primeros cánticos, la palabra remontada, el aire huele a canuto, a lo lejos se ve el fuego de una bengala, los últimos rayos de la tarde son rojiblancos y restallan en las paredes del Vicente Calderón. 

Somos los últimos en entrar, el ruido es atronador, la gente enfebrecida, las gargantas alcoholizadas. Cuántas derrotas lleva a cuestas este Coliseo, cuántas lágrimas se soltaron por estas gradas, cuántas victorias y cuántas alegrías habrán iluminado estos focos. 
Desde luego a mí me dio más sonrisas que tristezas. Más abrazos que distancia. Más versos que victorias. Desde aquí sentimos el orgullo y el sabor amargo de la derrota, desde aquí nos levantamos cuando dicha derrota creía darnos por vencidos. Desde aquí el recuerdo envanece a la palabra, y desde aquí salimos una noche hacia las playas del sur. 

Deja de escribir que hemos marcado gol, ¿no ves a la gente? Un huracán se desata cuando el balón sobrepasa la portería contraria. Abrazos, saltos, gritos, alguien que casi cae encima de los de la fila de abajo, sonrisas, puños en alto. La hinchada se agarra a una histórica remontada y yo no salgo de mi asombro. Pasan unos pocos minutos y el árbitro concede penalti a favor de mi equipo. Yo no miro, que sí, mira, verás como lo metemos. Agarras fuerte mi mano y gol. Más saltos, más gritos, más afonía. Una locura, hasta yo creo en la victoria. Esto ya casi está. ¡Sí se puede! Coreamos al unísono. El sol se despide dejando en el cielo nubes negras que se acercan hacia nosotros. No nos importa, vamos ganando y estamos cerca de pasar a la final. 
A mi izquierda se sienta un viejito que me cuenta que viene desde Jaén con su hijo a ver el partido. Amenaza con su bastón la zona en la que se sienta la hinchada rival. No para de animar y maldecir las jugadas que no son de su agrado. A mi derecha tres chicos jóvenes y camuflados, pues son del equipo contrario, chirrían dientes. 

La esperanza dura poco, a los cuarenta minutos el balón se cuela en nuestra portería. La afición anima más que nunca, aún sabiendo que es imposible la remontada. Bufandas y cánticos al aire, caigamos como se merece. Poco más recuerdo o quiero recordar de la última vez que pisé el Calderón, hubo unos Relámpagos increíbles que iluminaron el cielo del Manzanares, se desató una tormenta atronadora y repentina, primaveral, y aún así seguimos aplaudiendo, cantando, llorando, riendo. 

En el mar hay un puesto, oficial de derrota, es quien se encarga de dirigir el barco cuando hay tormenta y todo está perdido. Eso parecíamos bajo el aguacero, oficiales de la derrota más bella de la noche y sus Relámpagos. Cuando gastamos todos los aplausos nos fuimos empapados a casa. Miro hacia atrás. Paseo de los melancólicos Manzanares, ¡cuánto te quiero!

Saltando los riachuelos de las aceras, con el rojiblanco desteñido en nuestras camisetas, llegamos al coche. Los cristales como acuarelas de huracán, como lágrimas de despedida. Mañana toca madrugar, levantarse de nuevo. Con el sueño cumplido de haber formado parte de la historia del Vicente Calderón. 

Para amenizar el viaje de vuelta y aplacar la resaca que va apareciendo en mi cabeza, recito uno de esos poemas que hice a Madrid. ¡Qué manera de palmar!

POSTAL MADRILEÑA. 

Indulto de amor odio, oso y madroño,
túneles con almas que lleva el diablo,
tan veneno adictivo, tan viejo retoño,
siempre fuiste un "pongamos que hablo". 

Madrid de mis toses furibundas,
de mis zambras borloteras,
lo mejor de las letras inmundas
es el Gijón y sus cigarreras. 

Camino por tus calles mirando edificios,
al fondo la trompeta de un jazz sin aliento. 
El mal menor de los pecados meretricios
fue darme de beber un martes sangriento. 
Fue perder el alma buscando los solsticios
que van desde Tabernillas hasta mi talento. 

Acoges a todos, escritores, músicos, poetas
a los que plagio para poder escribir al menos,
versos faltos de nubes, sobrantes de grietas,
complejos impávidos, relámpagos sin truenos. 

Madrid de mis penas moribundas,
de mis alegrías cabareteras,
lo mejor de las pinturas profundas
es tu Prado y sus hilanderas. 

En una de tus esquinas murió un diabético,
lo dejaste morir cuando fuiste Austria y pregunta. 
Ahora ganas con un equipo llamado Atlético,
que vende colchones en el metro de hora punta. 

Dolor soportable, dulce sinsabor,
nadie más me pilla desnudo. 
No dudes que seré mejor escritor
para volver a ti más a menudo. 

Castellana, Atocha, Gran Vía, Manzanares,
reloj diminuto de una niña que sueña. 
De Madrid al cielo pasando por los bares
donde escribo el delirio de una postal madrileña. 

     Marcos H. Herrero. 

Comentarios

  1. Tú sí que me has alegrado el día con tu crónica y el precioso poema que has vuelto a traer. Y qué suerte de haber podido disfrutar en vivo del final que merecía el Vicente Calderón (ay, Atleti, Atleti ¡cuántas veces hemos sufrido sin hallar consuelo!)Ojalá el equipo nos siga dando muchas alegrías en el nuevo estadio y tú muchos Relámpagos más.
    Un fuerte abrazo, Marcos.

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