Paseos por Florencia.


La inspiración reposa en la tumba de los artistas. 

El síndrome de Stendhal es una escalera estrecha,
sudorosa y caleidoscópica que nunca acaba.

Los tejados bermejos y vetustos
que ofrece el vértigo de Brunelleschi. 

Las contraventanas abiertas al calor seco y alfombrado 
de una calle mal empedrada,
por la que pasa un cojo limosnero
toreando el ansioso pitido de los coches eléctricos. 

Y los cristianos con sus espadas relucientes al sol,
rezando una letanía falsa e inmodesta. 

Y los moros vendiendo baratijas luminosas y voladoras,
surtiendo de cerveza fría a los borrachos como yo. 

La niebla de incienso que sale de los templos
y adormece al camarero que dispensa helados de colores. 

María Magdalena entra repintada en la tabaccheria
dispuesta a envilecer de humo a sus amantes. 

Las palomas se alimentan de los bordes de las pizzas
que los turistas tiran al suelo mientras hacen una cola
más larga que la infumable comedia que hizo del italiano 
un idioma digno de la diosa literatura. 

Miríadas de turistas persiguiendo el cartel sostenido por un guía,
todos con su palo selfie y su postureo,
viendo la vida a través de las pantallas de sus teléfonos. 

No hay mayores prisioneros que los que dejó Miguel Ángel
a mitad de camino entre el arte y el limbo del mármol arañado. 

La pose miedosa de un David
que envidia a su invisible enemigo,
pues él no tiene que aguantar
a las muchachas haciendo mofa con su miembro. 

Perseo manchando la piazza della Signoria
con la broncínea sangre de Medusa. 

El sastre que viste con igual esmero
al modelo, a la policia y al mafioso. 

El letrero de Martini anuncia otra noche
etílica, ruidosa, pecadora. 

Pintores callejeros fabrican postales miniaturistas
de los rincones más manoseados de la ciudad. 

Los camellos de la Piazza Santo Spirito
comparten su calzone 
con una china extraviada. 

Hoteles rancios de luces fundidas,
con olor a moqueta hinchada
y papel mohíno en las paredes. 

El joyero que talla una brillante joya
en un cuchitril del puente Vecchio. 

Botticelli espera a la primavera 
pidiendo otra ronda en el bar. 
" ¡Ay Simonetta! Eterna belleza desnuda,
mirando atónita a la agobiante plebe
tras un cristal a prueba de idioteces."

Yo paseo entre la amalgama de idiomas
apuntando palabras en mi libreta verde. 
Las escenas acontecen como a través 
de una cristalera del quattrocento. 

La inspiración llora en la tumba de los artistas. 


       Marcos H. Herrero. 


                 Tomando café en la plaza del Duomo. 


Comentarios

  1. Me alegro que hayas disfrutado de ese precioso viaje a Florencia. Una gozada.
    Pienso que tanto en el medievo como en el renacimiento el arte progresaba y cada generación de artistas inventaba o aportaba algo nuevo. Era una transmisión –el hijo que amaba al padre-, mientras que en el siglo pasado surgió la ruptura –los hijos rebeldes que matan al padre.
    Ahora se da más importancia al discurso, a la provocación. Más que artistas, muchos son filósofos e ideólogos con labia, capaces de exponer un orinal en un museo y montar un evento cultural con prensa acreditada; publicistas expertos en hacer ruido. Antaño el artista debía aprender a pintar, esculpir, a componer música y la impostura era difícil.
    Un fuerte abrazo, Marcos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Secundo tus palabras. Muchas gracias por leerme. Un abrazo fuerte.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Al arte que me ha dado tanto.

Tormenta de mayo.

ESCRIBIR UNA PRIMERA NOVELA Y EL RUIDO QUE NOS SEPARA.