El paso del menesteroso.




Para Antonio Jesús Escribano Rangel, por acompañarme
desde un verano de balcón y chiringuito,
hasta este otoño de cambios y amargura. 


Pasé por un edificio lleno de mugre y paredes desconchadas, donde antaño vivieron escritores y poetas, todos genios, todos suicidas. Rellanos de hoteles atroces donde las putas consuelan a padres de familia. 
Dormí desarropado en camas de seda, con musas de sueño largo y dulce, también en la tierra de un monte que ardía, y en la estación, y debajo de algún puente que no me atrevo a recordar. 
Mi cazadora negra de cremalleras metálicas y agujeros de bala me resguardó del frío y de la lluvia en ciudades norteñas, de mar embravecido. 
Comí lentejas de puchero en pensiones baratas mientras protegía de la fiebre a una princesa descuidada. 
Suspiré en las ruinas de ciudades antiguas, la gloria de sus emperadores muertos vuelta estatua ecuestre adornada de desperdicios de paloma.   
Me enamoré de niñas ingenuas encerradas en la torre de un castillo, de cuarentonas que venden muebles de época y se resisten a envejecer, de casquivanas que se marchan con soldados a la hora que el sol despierta en las playas de Rota. 
En esas playas, y a otras horas, lloré como un niño por el mar y sus misterios. 
Bebí en tabernas de vino agrio, con delincuentes y malabaristas, con hippies y ventrílocuos. También en discotecas donde los bailarines cargan su energía por la nariz. Y en tascas costeñas, azules y húmedas, con olor a fritanga y a leyendas marítimas. 
Trabajé en una tienda de souvenirs propiedad de un mafioso que hacía trato con políticos ruines. Fui vendedor ambulante por pueblos perdidos, bombero con gasolina en las venas, y hasta escritor sin talento ni testigo. 
Me perdí en el desconcierto de las grandes ciudades, en sus aeropuertos de llamadas de última hora, en esos metros imprevisibles y veloces. 
En mi adolescencia derrapadora afané todo lo que pude: Discos de Jimmy Hendrix, un Dupont de oro falso, alambres que se parecían a figuras extraterrestres, una escafandra para asustar a mis amigos, un dedal ruidoso, el corazón de la chica que merecía todo y recibió ingratitud (por ser tan derrapadora esa adolescencia). 
Mordí el anzuelo que puso la vida ante mí, el azar de los venenos que flotan en la superficie de algunos versos. 
Tuve deudas, hijos, desengaños, amores más o menos no correspondidos, historias, tabaco, alegrías perennes, tristezas pasajeras, un coche rojo, destartalado y valiente, una casa con humedades y un geranio en el balcón. Anduve, en fin, entre palacios y pocilgas, entre mansiones y chabolas, siempre contento de mi paso tan ruleta rusa, tan menesteroso.

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