Gatos callejeros.



Carla Jean. 

Entre la luz blanquecina de Vermeer se pasea una gata sin dueño. Delgada, silenciosa, cazadora, otoñal. Vive con sus tres niños en un barco varado, cerca de Leidseplein. Tiempo ha el marido marchó con una pelandrusca que exhibía por horas sus encantos en un escaparate rojizo; dejando a Carla Jean, así se llama, sola en el frío de una noche norteña. A ella no parece importarle, esquiva viandantes y bicicletas veloces, sonriente, atenta en echarle la zarpa al cuello de uno de esos cisnes altaneros que flotan en los canales. En cuanto un pato revolotea ya está ella mostrando colmillo. Generalmente los patos nadan despreocupados, sabedores de que el agua gélida les protege, incluso sacan lengua al paso de Carla Jean, pero cuando alguno se confía y toma tierra para sacudirse el plumaje, zas, vuelan plumas alrededor y los hijos de Carla pueden echarse algo a la boca. 
La conocí una noche de sábado en la puerta de uno de esos pubs irlandeses atestados de borrachos, fútbol y pelucas, un camarero daba de comer a los ánades ateridos del canal, cuando entre la niebla de marihuana unos ojos relampagueantes, acechando. Me acerqué curioso y la vi, lomo encrespado, músculos tensos, orejas puntiagudas. Fue ella la que inició conversación. En cuanto uno de esos suertudos llene el buche y se duerma saltaré encima, me dijo. ¿Suertudo por qué? Pregunté. ¿No los ves? La gente les da de comer, les toman fotos, son la atracción de la ciudad, pero, ¿quién le da de comer a una gata soltera? Pues yo, conteste, y sus ojos de pupilas deslumbrantes se posaron en mí. ¿Quieres tomar algo conmigo? Yo invito, me gusta tu especie, vivo con dos gatas, además estoy escribiendo sobre esta ciudad, podrías ayudarme. Me sorprendió su falta de miedo, su confianza para conmigo, a fin de cuentas uno de tantos borrachos tambaleantes. Eres diferente me dijo mientras se colaba entre mi abrigo y el jersey. 
Escogimos una mesa junto al radiador, un frío húmedo golpeaba la ventana y el cristal de nuestras jarras de cerveza, como acompañamiento un poco de pollo bajo en sal. Carla Jean me habló de sus hijos, de lo difícil que es sobrevivir. No te quejes demasiado pequeña, en mi ciudad los gatos callejeros están más desamparados que tú, le dije, a merced de perros domésticos que sueltan adrede en colonias gatunas para hacer daño gratuito, atropellos premeditados, torturas tercermundistas, aquí la gente parece civilizada. Le conté historias sobre animales maltratados y ella lloró, le conté también historias sobre animales rescatados, que ahora viven felices, y ella sonrió, le hablé de Sabi y de Greta, de nuestras aventuras diarias. Ibais a ser grandes amigas, dije mientras le acariciaba la cabeza. 
Charlamos sobre la ciudad. Todas las calles me parecen iguales, protesté, igual los edificios, igual los canales, las mismas ventanas, casi los mismos puentes, el mismo olor, tan sólo tú haces diferente una calle de Amsterdam. Es esta una ciudad parada en su viveza, me dijo poética y ruborizada, la cerveza sin espuma se nos estaba subiendo a la cabeza. Si te fijas bien, hay algo diferente en cada acera, detalles como el aroma de los pequeños restaurantes que camufla el olor constante a porro, la inclinación de algunos edificios, los colores de las ventanas, el horizonte de los canales, algunos orientados hacia una puesta de sol, otros hacia noches de neón turbio. Lamentablemente, respondí, no tengo tus ojos. 
Me despedí de Carla Jean en una calle cada vez más atestada de gente, vivo por aquí, acércate cuando quieras. En unos días vuelvo a mi país. Y ella desapareció entre el gentío con su agilidad y su quehacer, yo con mi paso de turista atolondrado por escaparates de fulanas. 

Bob. 

En una calle estrecha de la ciudad en la que escribo hay un Coffee Shop hollywoodiense donde foráneos y autóctonos han de quitarse la gorra antes de entrar. Para huir del frío, y cómo no llevo en la cabeza más que pensamientos negativos y sueños vacuos, decidí adentrarme en la niebla mareante del local. Mientas tomaba una infusión un tanto sospechosa vi una figura felina vagabundeando por las mesas. Al tercer sorbo de mi té un gato blanco y brumoso se acercó a mi rincón. Sus pupilas habitaban una continua sorpresa narcótica, y de cerca su pelaje se tiznaba en un gris legalizado. 
Me llamo Bob, ¿qué hay? Dijo mientras se sentaba cerca de mí. Hola Bob. Al pasar la mano por su cabeza noté varios chichones de distancias mal calculadas. ¿No fumas? Preguntó. ¡Qué va! Sólo he venido a calentarme. Tío, eres un voyeur de la María. Yo tampoco fumo pero estoy colocado día sí día también. Contestó. Se te ve en los ojos, ¿y no te molesta, el humo, la gente y esta música? En realidad me gusta, hago lo que quiero, las camareras me tratan bien, conozco gente de todas partes del mundo, hasta una vez conocí a Brad Pitt. La fumada que llevaba Bob era importante, tuve que poner cara rara porque enseguida continuó. ¡Te digo la verdad, chaval! Vino a este garito a rodar una peli, mira las fotos de esa pared. Entornando los ojos conseguí ver una foto de Brad Pitt, o lo que la marihuana neerlandesa me hacía ver que era Brad Pitt, aparecía en la puerta del local, sonriente, tal vez colocado, Bob estaba a su lado. ¿Lo ves? Es un buen tipo, a veces escapo de esta nube y voy al cine a mirar la última de sus pelis. Una tos iracunda sacudió el cuerpecito escuálido del gato. Tienes que cuidarte esa tos, salir de aquí, respirar, le aconsejé. No me agobies tío, soy feliz en este tugurio, excepto alguna peli y alguna gata buenorra, nada se me ha perdido en ese ese mundo esclavista en el que vives, no vengas ahora vendiéndome jarabes. Claramente le había molestado mi sugerencia. Mientras se marchaba, Bob miró hacia atrás para decirme: Deberías fumar más, paz hermano. 
Lo vi alejarse, tambaleante, maullando una tos más de perro que de gato. En un rincón del bar, sobre un cartel de su tocayo Bob Marley, Bob, el gato amigo de divos, se envolvió en un sueño caleidoscópico de mundos sin ratones. 

Doctor Tulp. 

Es difícil fijarse en un gato, son esquivos, rápidos, sombras nocturnas de ojos brillantes, y más en esas calles atestadas de gente y restaurantes asiáticos con olor a especias extrañas, justo en la frontera con el Barrio Rojo, donde se cruzan borrachos y puteros, parejas recatadas que salen a cenar, mujeres maduras buscando una mirada que las haga delinquir. Pues bien, ahí vi una noche a un gato, al gato más dipsómano de Amsterdam. Su queja venía desde un callejón enrejado, oyéndose por encima del murmullo sabatino de la multitud. Paré mi proa en un mar de empujones y prisa para encontrar a un gato negro con manchas blancas, mirada adusta, quejumbroso y renqueante. Vaya melopea que llevas chaval, le dije. Se acercó, su pelaje olía a licores de estraperlo, no digamos ya su aliento cuando me dijo: Otro turista con su mochilita diciendo sandeces, lárgate de aquí. Su voz era una cadencia ronca y monótona, jamas había escuchado algo así. Él se perdió en la oscuridad más profunda del callejón, yo continué mi camino. 
Frente a la casa de Rembrandt, convertida ahora en museo taciturno, hay un bar solitario de dos plantas. Después de emborracharme con la pintura barroca de aquel que pintó La ronda nocturna, y ya a punto de anochecer, fui directo a libar una cerveza sin espuma. El ambiente parecía tranquilo, alumnos de la escuela de danza bebían cafés eternos y calientes, ejecutivos pálidos no desviaban la mirada de sus teléfonos ni al acercarse la bebida a los labios, tres chicos salían a fumar sin abrigo. A beer please. Mi inglés provinciano tiene corto recorrido. Una voz atronadora, ahora reconocible, se elevó entre el murmullo cuando eché el primer trago frío. Ya está aquí el turista de la mochila amarilla que va por el mundo repartiendo consejos a gatos ebrios como yo. Sentado en un taburete al fondo de la barra estaba él, el gato borracho del callejón. Me acerqué a su lado, no quería que esa voz ferina retumbara más en el local, ya nos miraban todos los clientes. Menuda ironía te gastas eh, le dije mientras apoyaba mi vaso en la barra. A que adivino de dónde vienes, su ironía seguía intacta, pero la mía no se quedaba atrás. No hay que ser muy inteligente para saber lo que hace un turista con mochila amarilla por estos lugares, no llevo tutú así que la respuesta es sencilla, le contesté. Ese Rembrandt sólo pintaba borrachos, no sé cómo la gente puede pagar por ver cuadros de personajes en estado de ebriedad. ¿Pero qué dices? La cerveza te está sentando mal. ¿No te has fijado? En todos sus cuadros aparece alguien borracho, fíjate en las caras, esos mofletes candentes, esos ojos vidriosos, yo creo que la única condición que Rembrandt ponía a sus modelos era que antes se embriagaran. Se cree el ladrón que todos son de su condición, le contesté defendiendo a uno de mis pintores favoritos. Mira, turista de pacotilla, te voy a dar una exclusiva que nadie sabe, el doctor Tulp perdió a su paciente en la operación porque estaba juma perdido. A punto estuve de atragantarme al oír semejante disparate. Me limpié los labios con una servilleta antes de llamar al camarero. Two beers please, I invite. Vaya inglés de extrarradio que tienes chaval, qué dominio. La risa de mi compañero de barra hacía moverse las réplicas de las obras de Rembrandt que adornaban el garito. 
Así pasamos parte de la noche, él metiéndose conmigo y yo defendiendo a mis autores predilectos. Nos quejamos de la vida, más dura para un gato callejero que para un humano con ínfulas de escritor, del amor, más fácil para un gato beodo que para un humano con ínfulas de poeta, insultamos al cielo y a la maldita lluvia que nos esperaba afuera, pero sobre todo bebimos, casi a la par, recuerdo que él iba dos pintas por delante, y que yo por poco olvido la mochila a los pies de la barra. En la puerta el frío y la lluvia que acaparó nuestras maldiciones nos trajeron una tiritona de humedad y despedida. Parecíamos dos personajes recién salidos de un cuadro de Rembrandt. 
No me has dicho tu nombre. 
¿Para qué quieres saber mi nombre?
Soy una especie de escritor y me gustaría escribir esta historia. 
No quiero aparecer en tus historias, seguro que escribes de pena. 
Cierto es, pero los personajes de mis historias, bien o mal escritas tienen nombre. 
Entonces llámame Doctor Tulp.

      Marcos H. Herrero.

Comentarios

  1. ¡Excelente! He disfrutado muchísimo con tu entrada. Por cierto, no sabía quien era el Dr. Tulp y he buscado la información en Internet. Contigo se disfruta aprendiendo o se aprende disfrutando. Gracias doblemente.
    Uno de los mejores recuerdos de mi viaje a Amsterdam fue el cuadro La Ronda de Noche de Rembrandt.
    Un fuerte abrazo, Marcos.

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